jueves, 5 de marzo de 2009

Debbie Davis


Ella era cantante de Jazz en Nueva Orleáns. Sus noches estaban siempre llenas de las actividades que conlleva la noche. Cantaba con una banda de músicos, los que siempre tomaban alcohol, hasta que la policía tenía que llevarlos a la cárcel y allá tenían que quedarse por la noche a fin de que ellos no siguieran borrachos en las calles causando problemas.

Su nombre era Debbie Davis—o sea ese era su nombre artístico, a ella le gustó el anonimato que este nombre le dio.  Desde que empezó a crecer como una mujer, ella había tenido problemas con hombres demasiado interesados en sus talentos femeninos. Pero más que el anonimato, también, porque ella tenía sentimientos artísticos, le gustaba la aliteración de su nombre porque era poético y pensaba que su nombre sería apto para una canción. La más triste canción del mundo, pensaba ella, algo que habría tenido que ver con la tristeza de una mujer y el amor perdido, pero nadie hubiera escrito una canción con su nombre, ella no tenía la confianza para inspirar una canción. Sólo sentía confianza cuando ella cantaba ante una audiencia sobre un escenario. La sala tenía que estar llena de humo de cigarillos, el olor tenía que ser a moho y sus labios tenían que estar pintados con el color rojo ruso para que ella pudiera cantar con el corazón abierto y tranquilo. Allá ella se sentía segura, con toda la gente de la ciudad mirándole. Debbie Davis tenía que fingir estar relajada en su vida porque había un hombre que le seguía por todas partes, y ella ni tenía idea de quién era.

Ella se había dedicado al arte toda su vida y la banda también se esforzaba en que ella fuera famosa algún día en el futuro. De hecho toda la gente de Nueva Orleáns se aseguraba de que ella lograra sus sueños. El hombre con ojos negros, el que fumaba un cigarillo después de otro y la miraba y la miraba. Parecía que él tenía escamas sobre su cara.  Él nunca le habló sino que sólo la miraba. Llevaba un sombrero de color verde, un sombrero como los que llevaban los gángsters en los años 20 y una chaqueta larga y negra. Nunca se sentaba ni tomaba alcohol, excepto whisky con hielo. A Debbie le asustaba el hombre oscuro con ojos negros y el sombrero verde, pero a este engendro peculiar no le importaba, y seguía mirándole cada noche.

Una noche el aire era especialmente húmedo y los brazos de la gente pesaban muchísimo con el dolor del trabajo cotidiano. Por alguna razón, esa noche Debbie se sentía especialmente lista para cantar, iba a cantar su canción favorita, la que su madre cantaba cuando Debbie era niña para hacerla dormir, se llamaba <El café negro>, y Billy Holiday, la famosa cantante de jazz estadounidense la cantaba también y ella la cantaba con tanta expresión que ella siempre dejaba a la gente llorando lágrimas gorditas de tristeza. Debbie iba a cantar esa canción, pero cuando comenzó, el hombre oscuro comenzó llorando, y sus lágrimas gorditas cayeron al suelo con un ruido. Era como si sus lágrimas estuvieran hechos de piedra o de plomo. Cayeron con fuerza y la gente no pudo darse cuenta de lo que pasaba. Le molestó tanto que la gente le mirara, entonces requirió que el barman le diera su cuenta y salió rápidamente.

Era bastante para ella que el hombre hubiera salido mientras ella cantaba esa canción.  Su presencia era siempre tan fuerte hasta después de un año cantando con él en la sala, aunque ellos no se conocieron, ella no sentía normal que él saliera tan bruscamente. Ella pidió disculpas al público, y por una razón desconocida para ella, siguió al engendro.

Ella se vestía con vestido rojo y satín que era del mismo rojo de sus labios, su pelo rubio tenía rizos cortos—brillantes como monedas de oro. No era evidente a dónde se fuera el hombre misterioso, pero de repente, a ella le extrañaba que él no la mirara y ella tuvo que buscarlo. Ella salió de la misma puerta que el engendro usó, no estaba segura de que él hubiera estado afuera todavía, pero cuando abrió la puerta allí estaba el hombre, su sombrero verde como una esmeralda.

Debbie se paró justo frente al rostro de sorpresa del hombre. Ella tenía miedo de lo que él hiciera o no hiciera, entonces simplemente se quedó allí, parada.

“Qué lindo que vinieras”, dijo el hombre, “Me encanta este vestido y como su estómago se ve suave y un poco gordo bajo la tela.”

Ellos se miraron. El engendro mostró una sonrisa grande—la primera que Debbie había visto de él. Él le guiño con un ojo que parecía hecho de plata, brillaba con una luz rara, y ella le siguió por la calle. Sobre ellos una luz titilaba marcadamente.

Por fin llegaron a un departamento pequeño, con ventanas cerradas a la luz.  Había una vela encendida en el centro de una mesa pequeña. Ella no sabía por qué vino, y de repente sentía un terror formidable, pero no podía moverse. No estaba claro lo que ella hubiera podido hacer en este momento, entonces abrió sus ojos azules y abrió un poquito su boca pintada con rojo y se desmayó.

El siguiente día, después de quince horas de sueños con Dios, ella despertó, pero cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

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